“Sí, hubo épocas en que no sólo me olvidé de quién era,
sino que a lo que yo era, se le olvidó ser.”
Samuel Beckett.
Debajo de cada uno hay una piedra y de cada piedra un gusano.
Es lo que me sugiere la historia de Gabriel Aristu, el personaje de la novela “No te veré morir”, de Antonio Muñoz Molina, un hombre errante; quizás, errado de su propia vida.
Y es que, en el proceso de construcción de esa trayectoria, el mayor pecado es la obediencia al padre, o a la familia; creer en un modelo de éxito ajeno, exterior; alejado del cotidiano mundo gris en el que aquél se había desenvuelto.
Así, con lo que primero nos topamos es con una fogosa despedida que formará parte del caldo de cultivo, y de la nebulosa, de sus sueños posteriores.
Mal comienzo para emprender un camino de ida.
Es un libro de desgarros emocionales, y de desarraigo buscado, que dejan la vida del protagonista cerrada en falso, como una herida. Esas heridas que cada cual lleva. Parafraseando a Miguel Hernández:
"Con una herida viene:
La de la vida,
la del amor,
la de la muerte”
Gabriel Aristu se constituye en personaje del relato de su padre: “Se veía de niño, como en un álbum de fotos, una silueta medrosa bajo la tutela de su padre, un alumno modelo, destinado a convertirse en lo que otros esperaban decidían a sus espaldas, lo que no necesitaban formular para que él obedeciera.”
La salida de ese túnel es el perdón: “A un padre pródigo se le concede el perdón igual que a un hijo pródigo”.
Pero, el precio de la empresa, sin embargo, es muy alto: la renuncia a sí mismo, la desubicación, la extranjería, el convertirse en marioneta de un circo del absurdo.
Es como el personaje de Harold Lloyd, en “El Hombre Mosca”, agarrado al reloj del edificio que escala.
Aunque, el personaje de Lloyd se encuentra con su amor al final de la escalada, y Gabriel Aristu “Al alejarse de Adriana Zuber, de quién se había separado era de sí mismo.... Lejos de ella había dejado de ser quien era, había abolido la vida que le correspondía”.
Se había convertido en un extranjero de su país de procedencia, y del de acogida, por mucho que se concentrara en el empeño de hacerse americano.
Pág. 197: “yo no sabía que no estaba aprendiendo a ser americano, sino a ser extranjero”.
Así, finalmente, Gabriel se tropieza con la vejez de Adriana, y el declive propio.
Pág. 188: “la vejez empezó siendo el miedo a tropezar y caerse, a no ver el siguiente peldaño al bajar la escalera, a ser arrollada por alguien más rápido”.
Muñoz Molina describe la enfermedad, y esa resignación de lo que acaba, con la ausencia de luz, o con una luz tenue; con la pérdida de la noción del tiempo, con el olor a medicinas, a vejez, a ácido úrico.
La vida de Adriana, en ese contexto, se dibuja expuesta junto al balcón, pero de espaldas a la calle, “para oírlo todo de lejos, sin verlo”.
Muy alejada del paisaje que sostiene al Gabriel jubilado, que parece buscar su redención deleitándose con el cello: “junto a una venta desde la que se veía el rio Hudson, tocando a Bach y leyendo de cabo a rabo a Proust y Montaigne”. Una elección acertada.
Antítesis, y burla del destino, de un desencuentro vital; cara y cruz, que, a la vuelta del tiempo, puede resumirse en esas dos ventanas que se abren o se cierran en la lejanía, como su propia vida.
Soledad González
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